Encuentro con la Vida

jiddu
  
Las palabras del maestro Jiddu Krishnamurti siempre nos llegan al alma. Este eterno SER del cual permanecerán sus escritos, sus grandes verdades acerca de la vida y del hombre y su esencia en esta Tierra, deben servir de ejemplo para toda persona que quiera evolucionar en este sistema de vida.
  

ENCUENTRO CON LA VIDA
 
  
EL ROBLE
 
Esa mañana el roble estaba muy quieto. Era un árbol enorme en el bosque; tenía un tronco gigantesco y sus ramas, muy por encima del suelo, se extendían en todas direcciones. Quieto, estable e inconmovible, era parte de la tierra, como los otros árboles que lo rodeaban. Los otros alborotaban con el viento, jugaban con él y cada hoja pertenecía al viento. Las pequeñas hojas del roble también jugaban con el viento, pero había una gran dignidad y profundidad de vida que uno percibía al observarlo. La hiedra se adhería a muchos de los árboles y llegaba hasta la cima misma de las ramas más altas, pero en el roble no había ninguna. Hasta los pinos tenían adherida esta hiedra que, si le fuera permitido, los destruiría. Y allí, en el bosquecillo, había siete u ocho altas e imponentes secoyas que debieron ser plantadas hace siglos. Estaban rodeadas de rododendros, y durante la primavera el bosquecillo era un santuario no sólo para pájaros y conejos, faisanes y pequeños animales, sino para los seres humanos que se interesaban en llegar hasta allí. Uno podía sentarse quietamente por una hora con los narcisos y las azaleas y contemplar el cielo azul a través de las hojas. Era un lugar encantador y todos estos grandes árboles eran amigos de uno, si es que uno quería amigos.
   
Era un lugar de rara belleza, aislado, tranquilo, y la gente aún no lo había estropeado. Es extraño cómo los seres humanos profanan la naturaleza con sus matanzas, su ruido y su vulgaridad. Pero aquí, con las secoyas y el roble y todas las flores primaverales, esto era realmente un santuario para la mente quieta, para una mente estable y firme como esos árboles ‑no debido a alguna creencia, algún dogma, ni por la dedicación a algún propósito; la mente libre no necesita de estas cosas-. Uno miraba los árboles, tan extraordinariamente quietos en esa tarde. El camino se hallaba muy lejos y no podía oírse el ruido de los vehículos; de la casa cercana no llegaba sonido alguno y el silencio era total. Aun la brisa se había detenido y no se agitaba ni una sola hoja. El nuevo pasto de primavera era de un verde delicado, uno apenas se atrevía a tocarlo. La tierra, los árboles y el faisán que lo vigilaba a uno, eran indivisibles. Todo formaba parte de ese extraordinario movimiento de la vida y el vivir, cuya profundidad el pensamiento jamás podrá alcanzar. El intelecto puede tejer un montón de teorías, puede construir alrededor de ello una estructura filosófica, pero la descripción no es lo descrito.
  
Si usted se sentara quietamente, muy lejos de todo el pasado, entonces quizá podría sentir esto; no usted sintiéndolo como un ser humano separado, sino más bien porque la mente se hallaría tan completamente silenciosa que habría una inmensa percepción alerta sin la división del observador.
   
Y si paseando se alejara a poca distancia, encontraría una granja con enormes cerdos, montañas de carne rosada, resoplante, lista para el mercado. (Ellos dijeron que era un negocio muy bueno y lucrativo). Usted vería a menudo un camión subiendo por un sendero áspero y sinuoso de la granja, y al día siguiente habría menos cerdos. (“Pero necesitamos vivir”, dijeron ellos...). Y la belleza de la tierra ha sido olvidada.
   
  
Jiddu Krishnamurti
Del Boletín 8 (KF), 1970
  
1


LA LIBERTAD ES ORDEN
 
Si usted es un habitante de la ciudad, tal vez nunca ha experimentado la extraña amenaza de un bosque poco frecuentado. Era un refugio de ciervos, muy próximo a la fea ciudad con su ruido, su suciedad, su escualidez y sus calles y casas superpobladas. Muy pocas personas venían a este bosque. Raramente se cruzaba uno con alguien, excepto uno o dos aldeanos, y éstos eran personas muy calladas, no conscientes de su propia importancia. Desgastados por el trabajo, retraídos, se los veía delgados, más bien famélicos, y había dolor en sus ojos.
Este refugio se hallaba rodeado de altos postes con alambrada de púas, y los ciervos que moraban allí eran tan tímidos como las serpientes. Solían verlo a uno cuando llegaba y suavemente desaparecían entre los arbustos. Había ciervos moteados, llenos de dulce encanto e infinitamente curiosos; pero el temor que sentían por el hombre era más fuerte que su curiosidad. Algunos eran considerablemente grandes. Luego estaban los ciervos negros, con cuernos que se arrollaban rectamente en espiral. Eran aun más tímidos que los anteriores. Y más allá de la cerca de alambre había otros completamente mansos. Acostumbraban permitir que uno se aproximara mucho a ellos, claro que sin tocarlos; pero en realidad no sentían ningún temor. A veces se detenían para mirarlo a uno, erectas las orejas y azotando sus largas colas. Los que estaban dentro del espacio cercado solían reunirse a la tarde en un pequeño prado. Podía verse tal vez alrededor de un centenar. En este bosque nada era muerto por el hombre, ni los pájaros ni las serpientes ni, por supuesto, los ciervos.
     
Uno raramente veía las serpientes pero había muchas, tanto de las inofensivas como de las variedades más peligrosas. Un día, mientras paseábamos, vimos una serpiente sobre un pequeño montículo hecho por las hormigas. Subimos hasta acercarnos mucho a ella, como a un par de pies de distancia. Era grande, larga, brillante a la luz del atardecer, y su negra lengua se proyectaba de atrás para adelante. Unos labriegos que pasaban dijeron que se trataba de una cobra y que debíamos alejarnos de ella.
La primera tarde que estuvimos en este refugio percibimos muy intensamente la amenaza del bosque. El sol se había puesto y estaba muy oscuro. Uno sentía cómo esta amenaza lo cercaba acompañándolo a lo largo de todo el camino. Pero al segundo y tercer día fuimos muy bienvenidos.
   
Los hombres cuerdos no necesitan disciplina; sólo los que carecen de equilibrio, al ser tentados, necesitan la restricción, la resistencia. Los que son cuerdos se dan cuenta de sus deseos, de sus impulsos, y la tentación ni siquiera les viene a la mente. Los sanos son fuertes sin tener conciencia de ello. Son sólo los débiles los que conocen su propia debilidad, y de este modo vienen las incitaciones y la lucha contra la tentación. De hecho no existen las tentaciones si uno mantiene los ojos abiertos, no sólo el ojo mental sino también el sensorio. Los que están inatentos quedan enredados en los problemas que genera su inatención. Ello no quiere decir que el hombre cuerdo y sano carezca de deseos. Para él eso no es un problema. El problema aparece sólo cuando el pensamiento convierte el deseo en placer.
  
Es contra esta búsqueda de placer que el hombre levanta resistencia porque se da cuenta de que en ello está involucrado el dolor; o bien son el ambiente, la cultura, los que han engendrado en él el miedo al placer continuo.
  
La resistencia en cualquiera de sus formas es violencia, y toda nuestra vida se basa en esta resistencia. La resistencia se convierte entonces en disciplina. La palabra “disciplina”, como tantas otras palabras, está densamente cargada y se interpreta conforme a las distintas culturas, comunidades o familias. Disciplina significa aprender. Aprender no implica ejercitarse, amoldarse, imitar. Aprender acerca de la conducta, del modo de actuar en la relación, es estar libre para observarse a sí mismo, para observar la propia conducta.
  
Pero este vernos a nosotros mismos tal como somos resulta imposible si negamos la libertad. Por lo tanto, la libertad es necesaria para aprender acerca de cualquier cosa, acerca del ciervo, de la serpiente y también acerca de uno mismo.
 
El adiestramiento militar y la conformidad al sacerdote son la misma cosa, y la obediencia es resistencia a la libertad. Es extraño que no hayamos podido ir mucho más allá del estrecho campo que implican la represión, el control, la obediencia y la autoridad de los libros. Porque en todo esto la mente no puede florecer jamás. ¿Cómo puede florecer cualquier cosa en la oscuridad del miedo?
  
Sin embargo, uno debe tener orden; pero el orden de la disciplina, de la ejercitación, es la muerte del amor. Uno debe ser puntual, considerado. Pero si esta consideración es forzada, se vuelve superficial, una mera cortesía formal. El orden no puede encontrarse en la obediencia. Existe un orden absoluto, como en las matemáticas, cuando comprendemos el caos de la obediencia. No es que primero esté el orden y después la libertad, sino que la libertad es orden.
 
Carecer de deseos es carecer de orden, pero comprender el deseo con su placer es ser ordenado.
  
Ciertamente, en todo esto la única cosa que genera un orden exquisito (sin el ejercicio de la voluntad, que es conformismo, adaptación, afirmación propia) es el amor. Y sin amor, el orden establecido es anarquía.
Uno no puede cultivar el amor, de modo que uno no puede cultivar el orden. No se puede inculcar el orden en un ser humano. De esta inculcación surgen la agresión y el miedo.
  
Por lo tanto, ¿qué es lo que uno ha de hacer? Nosotros vemos todo esto, vemos el daño infinito que el hombre está haciendo al hombre. No vemos lo extraordinariamente positivo que es negar; la negación de lo falso es la verdad. No es que uno sustituya la negación por la verdad, sino que el mismo acto de negar es la verdad. El ver es la acción, y uno no tiene que hacer nada más.
     
Jiddu Krishnamurti
Del Boletín 10 (KF), 1974
 
2

  
EL RÍO
Ámsterdam, Holanda, mayo de 1968
         
Aquí el río era especialmente ancho, profundo y limpio. Más arriba estaba la antigua ciudad, muy antigua, tal vez la más vieja del mundo. Pero se hallaba como a una milla de distancia y toda su suciedad parecía haber sido lavada por el río, cuyas aguas eran sumamente límpidas, sobre todo en medio de la corriente. En esta ribera había muchísimas construcciones que no eran particularmente hermosas, pero en la otra margen se veía trigo de invierno recién sembrado, porque el río alcanza unos veinte o treinta pies durante la estación de las lluvias y, por tanto, la tierra es rica en ambas orillas. Y más allá de las márgenes había aldeas, árboles, campos de trigo y una gran variedad de grano alimenticio.
Era una región hermosa, abierta, llana, que se extendía hacia el horizonte. Los árboles especialmente ‑tamarindos, mangos- eran muy viejos, y en las tardes, justo cuando el sol se ponía, parecía caer sobre la tierra una sensación extraordinaria de paz, una bendición que jamás puede encontrarse en ningún templo o iglesia.
   
De este lado, a la orilla del río había cuatro sannyasis, monjes, cada uno vendiendo sus propias mercancías ‑sus dioses-. Vociferaban y alrededor de ellos se había reunido una multitud. Pero el que más gritaba repitiendo palabras en sánscrito, estaba cubierto de abalorios y otras insignias de su profesión y atraía a mayor cantidad de personas; y pronto uno vio cómo los otros monjes se escabullían dejando solamente a éste con sus dioses, sus cánticos y sus rosarios.
   
La imaginación y el romanticismo niegan el amor, porque el amor es su propia eternidad. El hombre ha buscado a través de distintos dioses, ideologías y esperanzas algo que no estuviera atado al tiempo. El nacimiento de un nuevo bebé no es una indicación de algo eterno. La vida viene y se va. Existe la muerte, hay sufrimiento y todo el daño que el hombre puede hacer; y este movimiento de cambio, deterioro y nacimiento sigue estando dentro del círculo del tiempo.
  
El tiempo es pensamiento, y el pensamiento es producto del pasado. Lo que tiene continuidad, la causa que produce el efecto y el efecto que a su vez se convierte en la causa, es parte de este movimiento del tiempo. El hombre ha estado preso en esta trampa del tiempo, y utiliza todos los ardides del romanticismo y la imaginación para producir una imitación de lo que llama eternidad. Y desde esto surge el deseo (con su placer) por alcanzar la inmortalidad, un estado sin muerte que él espera experimentar a través de las imágenes de la mente.
    
Las religiones han ofrecido una falsificación de lo verdadero. Las personas más serias se dan cuenta de todo esto y del daño que lo falso ocasiona. Existe un estado que no es imaginación ni fantasía romántica, que no pertenece al tiempo ni es producto del pensamiento y la experiencia. Pero para dar con él debemos desprendernos de todas las monedas falsas que hemos atesorado, enterrarlas tan profundamente que ningún otro pueda encontrarlas. Por que el otro piensa que debe pasar por todas esas cosas que hemos desechado, y es por eso que esas cosas ya descartadas jamás deben ser encontradas por otro. Porque de lo contrario, surge la imitación y las monedas falsas vuelven a acuñarse. Negarlas no requiere esfuerzo ni una fuerte voluntad ni la atracción de algo más grande; uno las desecha muy sencillamente porque ve su futilidad, su peligro, su inherente capacidad de causar perjuicio y su vulgaridad.
   
La mente no puede fabricar esa cosa llamada eternidad, tal como no puede cultivar el amor. Ni la eternidad puede ser descubierta por una mente que la está buscando. Y la mente que no la busca, es una mente malgastada. La mente es una corriente, muy profunda en el centro y muy superficial en la periferia, como el río que tiene una fuerte corriente en el medio y agua quieta en sus orillas.
Pero la corriente profunda tiene tras sí el caudal de la memoria, y esta memoria es la continuidad que atraviesa la ciudad, que se ensucia y que queda limpia nuevamente. El caudal de la memoria provee la fuerza, el impulso, la agresión y el refinamiento. Es esta memoria profunda la que se reconoce como las cenizas del pasado, y es esta memoria la que tiene que llegar a su fin.
   
No hay método para terminar con ella ni moneda con la cual poder comprar un nuevo estado. El ver todo esto es su terminación. Es sólo cuando este inmenso caudal llega a su fin que hay un nuevo comienzo. La palabra no es lo real; lo que la palabra mide niega lo verdadero.
   
Jiddu Krishnamurti
Del Boletín 12 (KF), 1971-2
 
3

 
LA CAPACIDAD DE ESCUCHAR
Santa Mónica, California, marzo de 1974
    
Interlocutor: He estado escuchándolo por algunos años pero no he experimentado ningún cambio.
 
Krishnamurti: “He estado asistiendo por algunos años a sus pláticas para escucharlo, pero en mí no se ha producido ningún cambio”. Entonces ya no me escuche más.
  
Ahora mire, señor, si usted escucha a alguien durante años y ve por sí mismo la belleza de lo que se dice, entonces no quiere escuchar más, entonces ello abre puertas para usted y le permite ver lo que jamás había visto antes. Pero si no ocurre así, ¿qué es, entonces, lo que está mal? ¿Qué está mal con la persona que dice estas cosas, o qué está mal con quien las escucha? ¿Por qué el hombre o la mujer que han estado escuchando por muchos años a quien les habla, no han cambiado? En ello hay una gran pena, ¿no es así?
  
Usted ve una flor, una bella flor a la orilla del camino, le echa una mirada y pasa de largo. No se detiene a mirar, no ve la perfección, la quieta dignidad, la belleza de esa flor. Pasa de largo. ¿Qué es lo que está mal? ¿Es que no es usted serio? ¿Es que no le importa? ¿Es que tiene tantos problemas que se halla preso en ellos sin el tiempo ni el ocio necesario para detenerse, y ésa es la razón de que nunca mire esa flor? ¿O lo que dice quien le habla no tiene ningún valor en sí mismo ‑no lo que usted piensa sobre ello, sino que en sí mismo carece de valor-? ¿No tiene valor? Para determinar si lo tiene o no, es preciso que investigue lo que él dice. Y para investigar, debe usted tener la capacidad de escuchar, de mirar, tiene que dedicar su tiempo a ello. ¿Es eso, pues, responsabilidad suya o es la responsabilidad de quien le habla? Es nuestra responsabilidad mutua, ¿no es así? Ambos tenemos que mirar. Uno puede señalar, pero usted tiene que mirar, tiene que penetrar en ello, tiene que aprender. Y si su mente carece de diligencia y es negligente, si no es observadora y sumamente sensible, eso es responsabilidad suya. Implica que usted tiene que cambiar su modo de vida; todo ha de ser cambiado para aprender una manera de vivir que sea por completo diferente. Y eso exige energía, uno no puede ser perezoso, indolente.
  
Por lo tanto, puesto que es nuestra responsabilidad mutua ‑puede que más suya que mía-, tal vez, señor, usted no ha dedicado su vida a ello. Estamos hablando de la vida, no de ideas, no de teorías o prácticas, ni siquiera de técnicas, sino de mirar y cuidar la totalidad de esta vida, que es su vida. Y eso implica no desperdiciar su vida. Usted tiene un tiempo muy corto para vivir, quizá diez años, quizá cincuenta, pero no los desperdicie. Mírelo todo, dedique su vida a comprenderlo.
 
Jiddu Krishnamurti
Del Boletín 27 (KF), 1975
 
4

  
LAS EXIGENCIAS DE LA SOCIEDAD
Saanen, Suiza, julio de 1984
     
Interlocutor: ¿Cómo puede uno conciliar las exigencias de la sociedad con una vida de libertad total?
  
Krishnamurti: ¿Cuáles son las exigencias de la sociedad? Dígamelo, por favor. ¿Que vaya usted a la oficina de nueve a cinco, o a la fábrica, que acuda a un club nocturno para excitarse después de todo el fastidio del trabajo diario, que se tome dos o tres semanas de vacaciones en la soleada España o en Italia? ¿Cuáles son las exigencias de la sociedad? Que deba usted ganarse la subsistencia, que deba vivir en esa región particular del país durante toda su vida, ejerciendo como abogado, médico o dirigente sindical en la fábrica, etcétera. ¿De acuerdo? Por lo tanto, uno tiene que preguntarse:
   
¿Qué es esta sociedad que exige tanto y que ha creado este lamentable estado de cosas? ¿Quién es el responsable de esto? ¿La iglesia, el templo, la mezquita y todo el circo que tiene lugar dentro de ellos? ¿Quién es el responsable de todo esto? ¿Acaso la sociedad es diferente de nosotros? ¿O somos nosotros los que hemos creado la sociedad, cada uno de nosotros mediante nuestra ambición, nuestra codicia, nuestra envidia, nuestra violencia, nuestra corrupción, nuestro miedo, deseando nuestra propia seguridad en la comunidad, en la nación? ¿Entiende?
  
Hemos creado esta sociedad y después culpamos a la sociedad por lo que nos exige. En consecuencia, usted pregunta: ¿Puedo vivir en libertad absoluta o, más bien, puedo conciliar a la sociedad conmigo mismo y con mi búsqueda de libertad? ¡Es una pregunta tan absurda! Lo siento, no quiero ser descortés con el interlocutor. Es absurda porque usted es la sociedad. ¿Vemos eso realmente, no como una idea, no como un concepto o como algo que tenemos que aceptar? Somos nosotros, cada uno de nosotros, los que sobre esta tierra hemos creado los últimos cuarenta mil años o más, la sociedad en que vivimos, con la estupidez de las religiones, la estupidez de las naciones armándose constantemente. ¡Por el amor de Dios!, hemos creado eso porque insistimos en ser norteamericanos, franceses, rusos, etcétera, porque insistimos en llamarnos católicos, protestantes, hindúes, budistas o musulmanes y esto nos da una sensación de seguridad. Pero son estas mismas divisiones las que obstaculizan la búsqueda de seguridad. ¡Es tan evidente!
   
No hay, pues, conciliación posible entre la sociedad con sus exigencias y sus propios requerimientos de libertad. Esos requerimientos provienen de nuestra propia violencia, de nuestro propio limitado y feo egocentrismo. Una de las cosas más complejas es descubrir por nosotros mismos dónde radica esa condición egocéntrica, dónde se oculta muy, muy sutilmente nuestro ego. Puede ocultarse políticamente “haciendo el bien por el país”. Puede ocultarse más bellamente en el mundo religioso: “Yo creo en Dios, yo sirvo a Dios”; o en la ayuda social (y no es que yo esté contra la ayuda social, no salten a esa conclusión, pero puede ocultarse ahí). Se requiere un cerebro muy atento, no analítico sino observador, para ver dónde se ocultan las sutilezas del ego, del egoísmo. Entonces, cuando no hay ego, la sociedad no existe y usted no tiene que adaptarse a ella. Es sólo el cerebro que no advierte esto, el cerebro inatento, el que dice: “¿Cómo he de responder a la sociedad cuando estoy trabajando por la libertad?” ¿Comprende?
  
Si se me permite señalarlo, nosotros necesitamos reeducarnos no mediante la escuela, o la universidad (que también condicionan el cerebro), no mediante el trabajo en la oficina o en la fábrica. Necesitamos reeducarnos a nosotros mismos estando sensiblemente atentos, viendo cómo nos hallamos presos en las palabras. ¿Podemos hacer esto?
  
Si no podemos hacerlo, vamos a tener guerras perpetuas, perpetuo llanto, siempre habrá conflicto, desdicha y todo lo que eso implica. Quien les habla no es pesimista ni optimista, éstos son los hechos. Cuando uno vive con los hechos como son, no con datos producidos por la computadora, cuando los observa vigilando su propia actividad, sus propias búsquedas egoístas, de ello florece entonces una libertad maravillosa con toda su gran fuerza y belleza.
     
Jiddu Krishnamurti
Del Boletín 48 (KF), 1985
  
5

  
THANKS TO:
  


Comparte esta entrada

votar